Cuando los buenos callan (primer capítulo)



Cuando 
los 
buenos 
callan


  
Mijail Alvarado Almeida










“Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos, como del estremecedor silencio de los bondadosos.”                                                   
Martin Luther King



  
  

 1

Cinco y cuarto de la tarde, Carlos una vez más llegaba retrasado a un sitio donde todos son puntuales. Talvez no sufría de ese apuro de morir que todos los demás tenían para ir a ver cómo es el cielo o talvez, simplemente sabía, que quince minutos más de su ausencia no harían mayor diferencia.
Se encontró uno a uno con Jesús, Juan, Lucas, Pedro, Marcos, Mateo, Lucifer y compañía, todos los muchachos de siempre, los que conoció impúberes en las aulas del colegio y ahora los mira sabios, llenos de títulos profesionales que colocan orgullosos seguidos de sus nombres en placas brillantes e impecables sobre sus grandes escritorios, atiborrados de reconocimientos por sus contribuciones a las compañías donde laboran con la esperanza perpetua de ascenso, esa esperanza que les hacía olvidar el sonido del mar, el olor de las mañanas, la sensación de una brisa reconfortante mientras se atestigua un ocaso y que lo más importante de la vida es vivir; pero no, ellos querían más, y para los efectos del sistema aquello está bien. Siempre habían sido los pequeños peces que quisieron volverse tiburones aunque nunca se han detenido a pensar que para ser tiburón se debía, necesariamente, haber nacido dentro de otra especie y que por más grande que sea el empeño en devorar peces de menor tamaño aquello no los introducía en el linaje de los tiburones.

Llegó el momento de las risas y los recuerdos. En círculo se acomodaban para poderse ver a las caras, para en silencio murmurar para sí mismos, lo gordo que se había puesto el que siempre fue flaco y lo pobre que seguía vistiendo el que siempre vistió pobre.
Jesús inició la charla con Carlos: << ¿qué tal Carlitos?, ¿qué tal la vida?, ¿qué eres?, ¿a qué te dedicas?>>. Carlos respondió de inmediato: <<Pues ahí, aparentemente bien... entre la felicidad y el exceso de colesterol, lo que permite la vida. ¿A qué me dedico? Pues a lo que salga, no me quejo y bueno... ¿qué soy?>>. Carlos sintió tantas ganas de decir lo que realmente piensa de sí mismo, lo que siempre ha sentido y que ahora con sus kilos de más y pelos de menos lo ha confirmado. Pensó: <<soy lo que soy y lo que fui, soy lo que quiera ser, lo que empiece a ser, soy hijo, soy amigo, soy humano, soy recuerdos y experiencias, soy errores pero vaya ¡cuántos errores! Soy tres o cuatro aciertos, soy preguntas, soy lo que me permitan ser pero sobre todo lo que me permito ser, soy Carlos Gallegos Linares porque mis padres quisieron pero soy más y lo sé, soy mientras sea y espero, después de ello, seguir siendo cuando menos una sonrisa provocada por el recuerdo de los que me quieran>>. Sin embargo, Carlos se conformó con decir simplemente: <<pues nada, lo mismo, lo de siempre, soy poeta>>.
<< Interesante>> mintió Jesús simulando interés en lo que acababa de escuchar. Al ver que no existía la misma disposición de indagación de parte de Carlos se adelantó a decir: << Yo no me puedo quejar. Terminé mi segunda maestría en Finanzas internacionales, en esta ocasión con especialización en negocios bursátiles. Acabo de ser ascendido en el departamento contable en el menor tiempo que alguien haya ascendido alguna vez en la compañía. No tengo tiempo para casi nada más que la oficina, pero el camino al éxito jamás ha sido sencillo ¿verdad? >>. Sonrió fingidamente al notar que no había dicho, de hecho, nada gracioso y con una mirada nerviosa que recorría de un lado al otro el salón mendigaba la aprobación de quienes creía que lo habían escuchado. Todos asentían, la mayoría con la mirada en el piso y las manos cruzadas. Carlos se limitó a decir: <<sí, seguro>>. 

Las horas pasaron fugazmente al igual que sus ganas de seguir allí, de modo que Carlos decidió que ya debía retirarse. Se marchó con la efervescencia que otorgan un par de copas de más y con la camisa como si fuese de una talla menos. Se despidió de todos los excompañeros que alcanzó a ver en su camino hacia la puerta de salida del salón de eventos que habían alquilado para la reunión. A todo aquel que se encontraba en su inexorable éxodo le surtía la mentira típica que exige la cortesía de prometer un siguiente encuentro. Tomó el bus que lo dejaba a tres cuadras del condominio Victoria, el cual se encontraba justo en frente del parque más grande de la ciudad, allí pasaba sus noches desde hace casi una década, en su habitación, la número treinta y seis, precisamente en el corazón de Convallis Grey. Al entrar en la habitación colgó donde pudo el sombrero, el capote y la chalina y se recostó en el sofá cama alrededor de treinta y cinco minutos.
Al despertar cayó en cuenta de la avanzada hora nocturna en la que se hallaba y debido a que sintió algo de hambre se aventuró a buscar algo de comer en las frías callejas de la hosca urbe que más de un soneto otrora había inspirado. Se colocó, torpemente debido a la somnolencia que aún lo turbaba, los guantes, la bufanda, el sobretodo y el bombín. Salió.

En el porche se topó con el vecino de la habitación de enfrente que acababa de encender un cigarrillo. ¡Carlos buenas noches! dijo don Avelino mientras era testigo de la rauda salida de Carlos quien cruzaba el zaguán con intenciones de matar la noche fuera de casa. << ¿Qué tal?>> respondió Carlos en un nuevo ensayo de cortesía, de esos que le sobraban a diario y de los cuales se sentía tan hastiado. Siempre había considerado hipócrita la ceremonia de saludar y despedirse de aquellas personas de las que, le diera exactamente igual, tanto su presencia como su ausencia en este mundo y de ellos había muchos, por dondequiera que iba. No hubo necesidad de prolongar el palique y sin darse cuenta ya se encontraba a tres casas del condominio.

Sin dudarlo fue derecho hacia la carreta de don Agapio. Sabía que no era una buena idea arriesgarse a buscar un sabor novedoso bajo la bruma que otorgaba la noche si su buen amigo, como todas las noches de sábado desde hace siete años, había salido a vender sus comidas rápidas a aquellos transeúntes que por celebrar acontecimientos de toda índole habían escogido suspender sus meriendas por unas cuantas horas de baile y muchas cervezas. Ventajosamente para Agapio a sus alrededores funcionaban tres bares, un cabaré clandestino y dos discotecas. Estos estridentes espacios le han proveído de asiduos comensales durante todo el tiempo que ha estado friendo papas o carnes en su carreta de acero, así mismo, llenando de incontables historias su memoria cada fin de semana.

Agapio, según le contó hace un par de años a Carlos, es originario del norte del país, de un pequeño pueblito que como actividad principal o quizás única se dedicaba a la ganadería. Agapio desde joven supo que lo suyo nunca serían las labores de campo y un buen día, antes de cumplir los dieciséis, decidió migrar a la gran ciudad junto con su primo Hernán. No se despidieron de nadie ya que ambos eran conscientes de que ningún familiar ni amigo los comprendería, mucho menos los apoyaría a marcharse del sitio donde han nacido y muerto ya quince generaciones. Arribaron muy jóvenes a la metrópoli, aunque más jóvenes y fatuos eran sus conocimientos y experiencia de la cruel realidad de la vida. Como habían llegado sin planes ni equipaje, aprendieron el hurto antes que el saludo. Cometían fechorías, por lo general, para saciar algo de su hambre, sin embargo los vicios de la ciudad acabarían por acrecentar la perversión de los primos. En poco tiempo la avaricia los haría buscar por el camino fácil la forma de obtener de lo ajeno los recursos para sentirse cómodos. Algo más de un año corrieron con la suerte de huirle a la justicia, a pesar de ello, como es bien sabido, no siempre el diablo es amigo y una mañana soleada de mayo su escape no fue el más prolijo de su efímera carrera criminal. A la vuelta de la esquina los aguardaban dos policías, los mismos que no dudaron en someterlos con el rigor de la justicia cuando encuentra in fraganti a los que intentan burlarla. Debido a que fueron aprehendidos por el menor de sus delitos solo pagaron una pena de un año.
La penitenciaría municipal no era precisamente un lugar para vacacionar y allí dentro encontraron criminales cuya motivación era muy distinta a comprarse un par de zapatos nuevo o tener qué comer al día siguiente por lo que inmediatamente ambos concluyeron que no pertenecían a aquel lugar. Una tarde de noviembre, durante la jornada de esparcimiento que cada semana gozan los reclusos, Hernán, quien siempre fue poseedor de un carácter irascible, inició una riña con un interno muy peligroso de la prisión, éste sin vacilar desenvainó un puñal que ocultaba en un bolsillo secreto del pantalón y decidió, sin siquiera detenerse a pensarlo, tomar la vida del primo de Agapio sabiendo que una muerte más a su haber no haría mucha diferencia. No hubo tiempo de intervenir las heridas de Hernán, así como no pudo celebrarse una despedida entre ambos primos. Agapio simplemente se quedó absorto ante una escena tan cruenta y en conciencia de que cualquier movimiento en falso costaría también su vida, talvez no el mismo día, pero sí en cualquier momento.

Terminó su condena con una mezcla de dolor, impotencia y odio, aunque también, toda esta experiencia le brindó un aprendizaje necesario y oportuno. Al salir buscó trabajo en lo que pudo. No podía exigir un buen sueldo ni buen trato por su inexperiencia así como por su calidad de exrecluso. Por veintisiete años fue barrendero, reciclador, camarero, aprendiz de electricista, aprendiz de fontanero, aprendiz de albañil; aprendió algo de todo lo que pudo y recordó la lección más importante que alcanzó a escuchar de su madre en aquellos días de infancia cuando disfrutó de su presencia y sus cuidados en el pueblito del norte: <<cuando trabajes mijo ahorra, no gastes el dinero en pendejadas, mira a tu padre como le ha ido: viejo, enfermo y pobre>>. Así fue como luego de veintisiete años de trabajo duro y disciplinado fue capaz de juntar lo necesario para empezar su pequeño negocio de comidas rápidas en la esquina de la avenida Primera y la calle Alcívar.

En los siete años que lleva en aquel sitio, ha visto y escuchado de todo pero al igual que los faroles de la calle, es solo un testigo más que siempre guardará silencio. Cada día el trabajo le resulta más pesado, sobre todo por el horario que lo obliga a permanecer despierto cuando debería estar descansando y viceversa. Está consciente de que pronto podrá contar con un empleado para las labores diarias ya que con los ahorros que tiene guardados y los que planea lograr en un par de años, se visiona ya no con la venta informal al pie de la calle, sino con un local que brinde mayor comodidad a sus clientes y que a su vez genere plazas de trabajo a más gente. Agapio se sentía muy confiado en lograrlo y aquello era su motivación para cada tarde arrastrar su carreta hasta su esquina habitual.

Mientras Carlos merendaba su orden de hamburguesa con papas fritas le adelantaba a Agapio los planes que tenía para los próximos días, así como repasaba la nostalgia que aún sentía por perder el amor de María del Carmen hace ya dos meses. Apuró su bebida, limpió su boca con dos servilletas, canceló el valor de la comida que sació su hambre nocturna, se despidió someramente y se marchó.

En el trayecto de vuelta a casa encendió un cigarrillo que recordó le quedaba en el bolsillo izquierdo del capote y nubló su mente con el humo que aspiraba, no tenía ganas de hacer nada más aquella noche. Llegó al portal del condominio, lanzó la colilla a la acera, empujó el portón y se dirigió directamente a su habitación, sacó las llaves del bolsillo derecho del pantalón de mezclilla, abrió los candados y entró. Tomó una ducha caliente en la bañera que lo relajó en la medida que requería.  Luego se colocó algo ligero para dormir, sin embargo no pudo resistirse a sacar su cuaderno de apuntes del cajón del velador, miró hacia la única ventana de la pieza con vista directa al firmamento estrellado y fue justamente allí donde encontró el verso que lo atormentaba desde que amaneció pero que no podía hasta entonces completar a pesar de que sabía que sería dedicado a María del Carmen. Tomó el bolígrafo azul, recordó los momentos junto a ella y escribió: "Eres la estrella ermitaña que ufana promete que esta noche no lloverá".


No hay comentarios:

Publicar un comentario